Erika Lust, la directora de cine para adultos que convirtió el porno en una “revolución” feminista y en un imperio comercial

BBC Mundo

“Tienes que decir que soy muy guay y que hago skate”.

“¿Y qué más?”, le pregunto.

Lara me clava una mirada sospechosa. Sus ojos verdes oscuros asoman por debajo de los mechones de pelo rojo que coronan su cabeza y que le caen, despeinados, sobre la frente.

“¡Que mi madre es la mejor, la más moderna y la más chula de toda Barcelona!”, me asegura, y se esconde detrás del helado de fresa que está acabando de comer.

“Ohh…”, entona su madre, la directora de cine para adultos Erika Lust, sin quitar los ojos de su hija.

“¿Solo de Barcelona?”, le exhorta su padre, Pablo Dobner.

Lara mueve con el pie la tabla de skate. Detrás, a unos 20 metros, una decena de adolescentes como ella hacen piruetas en la plaza.

“Bueno… ¡del mundo!”, grita convencida.

“¿Y qué opinas del trabajo de tu madre?”, le pregunto.

“Estoy de acuerdo”, contesta, seria. “Sé que hace películas eróticas no machistas y que están enfocadas al placer de las mujeres. ¡Y me parece bien!”.

Lara casi no ha terminado la frase cuando, subida al skate, alcanza a sus amigos de dos zancadas.

“Te juro que no la hemos adoctrinado”, me dice sonrojada su madre, la mujer que desde hace 15 años quiere “hacer la revolución” con el porno.

Entre el estigma público y el placer privado

Pocas expresiones culturales son tan universales como la pornografía.

En América, en Asia o en Europa la gente se comunica en centenares de idiomas distintos, sus gastronomías mezclan miles de ingredientes diferentes e incluso se ama o se odia según sentimientos tan únicos como propios.

Pero es muy probable que la gran mayoría de los adultos que habitan el planeta tengan algo en común: que al menos una vez en su vida han visto alguna imagen pornográfica.

Al mismo tiempo, pocas manifestaciones culturales han generado reacciones tan encontradas como lo que la Real Academia Española (RAE) define como la “presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”.

En la milenaria y accidentada línea de la historia humana, la pornografía ha representado para algunos el atajo más cómodo al paraíso del placer, mientras que para otros ha sido la transitada avenida al infierno de la corrupción moral.

Ha sido y es considerada una fuente inagotable de escándalo y perversión y, a la vez, el nutriente de bajo coste del deseo sexual; la causa principal de la depravación de los adolescentes, pero también el lubricante de prácticas placenteras adultas; la forma moderna y aceptada de la cosificación del cuerpo de las mujeres y, al mismo tiempo, el símbolo de su liberación y emancipación del patriarcado.

Sin contar que, entre el ying del estigma público y el yang del placer privado, la pornografía ha dado vida a un negocio no siempre transparente valorado en varios miles de millones de dólares.

Pero incluso en esa milenaria, accidentada y contradictoria línea de la historia humana no faltan puntos cardinales a los que encomendarse para no perderse. Dos, en concreto.

El primero me lo explica Iván Rotella, portavoz de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología (AEPS) de España.

“El porno forma parte de nuestra cultura desde siempre. Ha sobrevivido a todas las dictaduras, a todas las épocas y a todas las religiones. Y mientras las relaciones sexuales tengan algo que ver con el ser humano, vamos a ver porno”.

Y el segundo me lo ilustra la arqueóloga Caterina Serena Marcucci mientras recorremos los pasillos del Gabinete Secreto de Nápoles.

En estas salas del Museo Arqueológico (MANN) de la ciudad italiana, los reyes borbónicos recopilaron los artefactos con tema erótico o sexual que a partir de 1748 salieron a la luz en las excavaciones de Pompeya y Herculano.

En las paredes y las estanterías de lo que también fue denominado “Gabinete de objetos obscenos” lucen enormes falos de arcilla, cántaros decorados con escenas sexuales y murales en los que hombres, mujeres y animales mitológicos se retuercen, a menudo desnudos, en poses a veces imaginativas, a veces previsibles.

Los monarcas les concedían el acceso solo a “personas maduras y de reconocida moralidad”; es decir, a hombres ricos y poderosos.

A los pobres, a los jóvenes y sobre todo a las mujeres los salvaban de la perdición que conllevaría semejante visión.

“En todas las representaciones de apareamiento sexual el protagonista es el hombre. La mujer solo era objeto de placer”, me dice Marcucci. “El placer femenino no se contemplaba nunca”.

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“El hombre siempre ha tenido el derecho de disfrutar de su sexualidad”, me dice Erika Lust cuando nos encontramos en una enorme terraza de una enorme casa modernista del barrio Eixample de Barcelona.

Es aquí, en el piso noble de un edificio del siglo XIX, donde ella y su marido decidieron trasladar hace un año y medio las oficinas de ErikaLustFilms, su productora de cine porno feminista.

“Pero nosotras tenemos nuestros propios impulsos sexuales, nuestros deseos. Nuestros cuerpos en la sociedad están hipersexualizados pero, al mismo tiempo, nos han dicho que deberíamos avergonzarnos de ser abiertamente sexuales y de ser dueñas de nuestra sexualidad si no es al lado de un hombre”.

Sentada detrás de una mesa de jardín, con las manos que voltean en el aire, el acento escandinavo de Erika aporrea las consonantes de un castellano excelente.

Me dice que en los últimos 15 años el objetivo de sus películas ha sido acabar con el estigma asociado al cuerpo femenino, que quiere mostrar que el placer femenino es importante, que “la única respuesta al porno malo es hacer mejor porno”.

Pero ¿qué quiere decir “mejor porno”?

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El porno puede ser distinto

La primera vez que vio una película porno, Erika Lust se llamaba Erika Hallqvist, tenía la misma edad que tiene ahora su hija Lara, 13 años, y vivía en la misma ciudad donde había nacido en 1977, Estocolmo.

“¡Bleah! ¡Qué feo!”. Ante el recuerdo de aquella experiencia, su rostro se retuerce en una mueca de asco infantil. “Pensé que lo que estábamos viendo no era para nada interesante. Que incluso era ridículo“.

La segunda vez tenía 19 años. La experiencia se la propuso su novio de entonces y ella aceptó intrigada.

En aquella ocasión no sintió asco, pero sí algo que todavía no conseguía nombrar

“Sentí que mi cuerpo reaccionaba”, cuenta.

“Evidentemente viendo imágenes sexuales potentes te pones cachonda, y quería que me gustase. Pero me acuerdo también de que mi cerebro discrepaba. ‘¿Por qué siento que me gusta algo que no me gusta?’, me preguntaba”.

“Veía claramente que mis amigos hombres estaban a gusto con la pornografía, que era algo que consumían y que no les causaba ningún conflicto, mientras que para mí y muchas de mis amigas sí”, dice.

“Nosotras queríamos entenderlo y ver incluso si podíamos cambiarlo un poco”.

Pero la “revelación” —como la llama— la tuvo cuando vio la obra de Candida Royalle, a quien en su libro “Porno para mujeres” Erika define como “la pionera de las películas eróticas y dirigidas desde la perspectiva de la mujer”.

“Hasta ese entonces, para mí la pornografía era un género hecho por hombres para los hombres“, me explica Erika. “Pero de repente entendí que no necesariamente tiene que ser así”

Entendió que las protagonistas no tienen que ser necesariamente lolitas seducidas por profesores lascivos o amas de casa que se acuestan con el fontanero, que la silicona puede brillar por su ausencia, que las escenas no tienen que acabar después de la eyaculación masculina, que después puede haber besos, caricias y hasta promesas de amor eterno.

Estaba cursando Ciencias Políticas en la Universidad de Lund y sus lecturas se centraban en los estudios de género; es decir, en las relaciones de poder en la sociedad entre los hombres y las mujeres.

Pero Erika Hallqvist era aún “la típica estudiante un poco nerd y demasiado tímida como para pensar en hacer cine porno” y no podía imaginarse que lo que acaba de descubrir se volvería la base las películas de la futura Erika Lust.

Lo que a Erika Hallqvist aún le faltaba eran la conciencia de cuál podría ser su destino, un puñado de encuentros decisivos y un lugar que se volvería trascendental para el resto de su vida.

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Tres descubrimientos inesperados

Además de los estudios de género, a Erika Hallqvist le apasionaban la cultura española y ponerse a prueba en situaciones poco usuales, como pasarse un verano entero a bordo de un buque de la marina sueca.

Finalmente, en el 2000, decidió echar el ancla en Barcelona, una ciudad que en esos años fue la meta de una generación de jóvenes europeos por su atractiva mezcla de modernidad cultural y su envidiable calidad de vida.

Allí, a orillas del Mediterráneo catalán, tuvieron lugar tres acontecimientos decisivos para Erika.

El primero fue lo que ella llama el “proceso liberador”: la exploración de su feminidad.

“La de Suecia es una sociedad con doble moral”, me explica. “Por un lado, la sexualidad y la desnudez están muy aceptadas, pero, por el otro, el sex-work (trabajo sexual), la prostitución y la pornografía suelen ser muy mal vistos”.

Durante este proceso conoció a Pablo Dobner, un argentino unos años mayor que ella que se convertiría en su pareja, el padre de sus dos hijas y el actual CEO de la empresa ErikaLustFilms.

El segundo fue el descubrimiento algo casual de un talento para la organización.

Barcelona en esos años era el escenario favorito de muchos directores para rodar películas y anuncios publicitarios, y Erika empezó a trabajar como ayudante en varias empresas de producción audiovisual.


Pero probablemente el acontecimiento más importante fue producir su primera peli porno.

La idea surgió en la primavera de 2004, durante “una noche de mucho alcohol” con una amiga que trabajaba para una empresa muy conocida en el ámbito del entretenimiento para adultos.

Erika estaba acabando un curso de cinematografía y decidió que su trabajo final sería un cortometraje con escenas de sexo explícito: The Good Girl.

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“Aquí es donde pasa la magia”

Álex, una mujer de negocios inteligente y exitosa, vuelve a su loft después de una intensa jornada de trabajo. Se quita los zapatos, se sirve una copa de vino y decide pedir una pizza.

Cuando llega el repartidor, un atractivo moreno, la película se centra en las efusivas relaciones sexuales de los dos protagonistas.

Después del coito, los dos, abrazados en la cama, empiezan a hacer bromas y a reír. “Y además”, explica Erika, “ella paga su pizza”. Y larga una carcajada.

Es el argumento de The Good Girl, un cortometraje que, por un lado, se burla de uno de los mayores clichés del cine porno, y por el otro cumple con las expectativas del género.

Lo rodó tirando de sus ahorros —”¡Los actores me costaron una pasta!”—, en el loft que compartía con su pareja.

“Era tan ingenua que como banda sonora usé una canción de U2 y lo firmé con mi verdadero nombre. ¡No tenía ni idea de que lo podría comercializar!”.

Durante una fiesta en casa, se lo proyectaron a unos amigos, quienes la animaron a enviarlo a festivales.

Al año siguiente el corto ganó los 1.000 euros (unos US$1.200) del primer premio del Festival Internacional de Cine Erótico de Barcelona. “Allí entendí que ese era el camino”.

Sin embargo, cuando le propuso a una productora porno que se encargara de la distribución, le contestaron que no había mercado para este tipo de producto.

“Las mujeres no pagan por porno”, le dijeron, “a las mujeres se les paga por eso”.

En ese momento, inicios de 2005, las principales redes sociales eran los blogs y Erika tenía uno en Blogspot, una de las plataformas de bitácora online más populares.

Subió en él The Good Girl y en pocos días el corto acumuló más de dos millones de descargas. Fue así como ocurrió “la magia”, dice refiriéndose al éxito comercial.

Poco después nacía Erika Lust, un apellido (lust, en inglés, significa “lujuria”) que definiría su destino.

En los años siguientes, Erika fundó con su pareja Pablo su propia productora especializada en “porno feminista”, dirigió otras películas y las comercializó en DVD en tiendas especializadas en entretenimiento para adultos de Europa y Norteamérica.

Al igual que le pasó a Netflix, con la difusión de Internet de banda ancha y la popularización de los dispositivos móviles, el modelo de negocio pasó de los DVD al del streaming online.

Actualmente la empresa ErikaLustFilms tiene cuatro plataformas, XConfessions, LustCinema, ElseCinema y The Store, y sus catálogos ofrecen más de un centenar de películas.

Las primeras tres son accesibles a través de una subscripción que cuesta entre los US$70 y los US$100 anuales. En la cuarta es posible pagar por película.

En los últimos 15 años la empresa creció de manera constante y ahora suma decenas de miles de usuarios y subscritores, repartidos principalmente entre Alemania, Estados Unidos, Francia y Canadá, pero con presencias significativas también en Brasil y Argentina.

Este año el volumen de negocio rondará los US$7 millones, más que nunca, también gracias, dice Pablo Dobner, a que mucha gente se ha quedado más tiempo en casa a causa de la pandemia.

“Mi madre no podía entender cómo una mujer con buenas notas, ’empollona’, determinada, podría querer dedicarse a eso”, me suelta, con una expresión entre divertida y afligida. “Y sigue sin entenderlo”.

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“Las mujeres quieren ver a otras mujeres disfrutando”

Detrás de la mesa de la enorme casa modernista donde nos encontramos, Erika argumenta su visión.

Lo hace con la misma desenvoltura que muestra en los libros que ha publicado, las decenas de entrevistas que ha concedido, los numerosos programas de televisión en que ha participado, el capítulo de una serie documental de Netflix en que ha aparecido y hasta en una charla Ted que acumula un millón de visitas en YouTube.